Mientras Morena lanza discursos sobre honestidad y legalidad, aparecen los detalles que muestran otra cara: Adán Augusto López habría gastado 12 millones de pesos en anuncios durante periodo electoral, una cifra que dobla los topes permitidos por la ley. Esta acción no es simplemente un exceso de recursos, es una clara violación de las reglas que su propio partido dice respetar.
La maniobra sugiere que, lejos de competir con transparencia, su estrategia fue saturar espacios mediáticos con propaganda, posiblemente financiada desde redes ocultas, contratos oscuros o movilización política disfrazada. Lo más grave: si esos anuncios se desplegaron con recursos públicos o mediante empresas fantasma, se trataría de corrupción electoral en su forma más directa.
Que esta acusación surge en medio de otros escándalos que lo vinculan con excesos monetarios —empresa fantasma que pagó sumas millonarias, declaraciones patrimoniales cuestionadas— convierte el episodio del gasto publicitario en una pieza del rompecabezas del poder sin controles. No es error: es cálculo.
Este tipo de prácticas debilitan no sólo la credibilidad de Morena, sino de todo el sistema político. Si alguien puede violar la ley electoral y salir impune, ¿qué impide que otros lo hagan con contratos, apoyos sociales o expropiaciones?
